Concurso 1.
Modalidad de fotografía, Gwendolen Pérez Weiskorn (1º Grado en Filosofía)
A través de una mirada corporal decidida, podremos crear revoluciones cercanas a la utopía, sin olvidar nuestra naturaleza humana.
Modalidad de vídeo, Guacimara Afonso Negrón (1º Grado en Filosofía)
Un mundo rápido
Utopía de un mundo rápido, con personas que corren y corren sin mirar a su alrededor, la
naturaleza se mueve con ellos a toda velocidad, donde el hombre crea edificaciones, que son
variadas y no cambian, que permanecen en un paisaje que se encuentra en constante cambio.
Estamos ante una sociedad que no se para a pensar, ni a mirar lo que sucede a su alrededor, como el
fluir de las nubes, el movimiento de los árboles, lo que nos hace ser personas, lo que nos hace ser
seres imperfectos, en un devenir constante.
Las creaciones del hombre que están ahí, inertes sin movimiento, no fluyen no emanan lo que
observamos de la propia naturaleza. Son una simple mercancía, que estropea nuestros paisajes.
El ser humano como destructor, como un ser que ya no observa y que se sigue moviendo al mismo
compás que la naturaleza aunque no se da cuenta.
Yo no quiero un mundo donde todo vaya rápido, donde no nos miremos a la cara y no pensemos
qué hay más allá de lo que dice una mirada, o simplemente pararnos a mirar las nubes y sus formas
extraordinarias, ¡yo quiero eso! quiero gente que piense, ¿por qué estamos aquí? ¿qué somos? ¿a
dónde vamos? personas que fluyan, respiren y emanen el devenir de la naturaleza.
Concurso 2.
Modalidad de relato, Javier González Pérez (1º Grado en Filosofía)
HOCES Y MARTILLOS
Fuera de las murallas de la ciudadela, en la fría distancia, se distinguen dos nubes de polvo que se aproximan. Dos jinetes cabalgan por pradera. Uno se dirige hacia la puerta del Sol Naciente, el otro hacia la del Sol Poniente.
El viento comienza a aullar a través de los muros de la ciudadela, entrando en la plaza del mercado. Los comerciantes gritan las cualidades de sus productos, los campesinos cargan con sus cultivos y los siervos con los animales. Todo el mundo va y viene. Descabalgan los dos jinetes en las caballerizas de la ciudadela, y, desde puntos contrarios, comienzan a recorrer las calles hacia la plaza del mercado.
El jinete del Sol Naciente es un bufón. Ataviado con ropajes de vivos colores y cascabeles rodeándole el cuerpo, avanza por las calles haciendo malabares. Mientras anda va contando fábulas y cuentos a todo el que se cruza con él.
El jinete del Sol Poniente es un ladrón. Con sus ropas oscuras y correas de cuero, avanza sigiloso por las calles. En el camino intenta convencer a algunos para que le compren joyas robadas, y lo consigue. Logra engatusarlos al contarles historias fantásticas de su procedencia.
En un recodo de la calle, junto a una puerta, una joven llora desconsoladamente sentada sobre unos escalones. El bufón, agitando un sonajero en forma de elefante, se acerca intentando hacer reír a la chica. Pero un anciano sale de un callejón e interrumpe sus esfuerzos:
— ¡Para, insensato! Esta muchacha ha perdido hoy a su hermana, que apenas llegó al año… Es su deber llorarla y no reír, en memoria de la criatura.
— Pero yo soy un bufón, anciano. Mi deber es hacer reír al triste; alejar la pena de los corazones para que no caigan en la tiniebla… La risa solo puede ofender a un necio o a un malvado, y el Señor no es ninguna de las dos cosas. — responde el bufón al anciano.
El anciano muestra su desacuerdo acercándose a la muchacha y animándola a que se desahogue. El bufón insiste en su intento de producir la carcajada de la chica, pero no lo consigue. Es entonces cuando decide contar un cuento. Del morral que lleva a la espalda saca una pandereta, y comienza a cantar su fábula:
«En un lejano reino, más allá de la línea del horizonte, vivía un asno atado a un molino. Cada mañana, su amo iba a colocarle un morral con avena y, aunque trabajaba a destajo, el asno siempre parecía estar muy contento y juguetón. A su amo, que era muy envidioso, le irritaba la felicidad del animal y decidió quitarle un cuarto de la avena diaria para intentar hundir su ánimo. Pero el asno seguía igual de alegre y trabajador.
Rabioso, su amo iba quitándole cada día una porción de avena, hasta darle apenas un puñado. Pero no lograba desanimarlo. El asno quedó famélico y sin fuerzas para empujar el molino. El amo también estaba hambriento, pues ya no podía moler grano, que era su principal fuente de sustento.
Una noche, el animal empeoró y se desplomó junto al molino. Su amo se acercó y llorando le preguntó:
— Dime, asno ¿Cómo es posible que incluso a las puertas de la muerte, estés tan animoso?
— Amo, — respondió el asno — cada vez que me quitaba un grano de avena yo pensaba en los restantes. Cada vez que me faltaba el aliento, yo disfrutaba los que podía dar. Ahora, que me aproximo a la muerte, solo puedo pensar en la vida.
El amo lloró junto al cadáver del asno toda la noche, y maldijo su envidia pidiendo perdón al Señor por haber pecado».
Al acabar su canción, el bufón da un fuerte golpe a su pandereta y dice, dirigiéndose a la muchacha:
— Aprende del asno, muchacha, y sé feliz. ¡Celebra la vida y no lamentes la muerte, pues no hay vida sin esta!
La joven se levanta de un brinco y abraza al bufón agradeciéndole sus enseñanzas. El anciano, molesto, retorna a su callejón sin decir nada, mientras la muchacha acompaña al bufón en el camino, bailando y cantando en memoria de su hermana.
En el lado opuesto de la ciudadela, en otro recodo de otra calle, el ladrón se encuentra con una discusión a la puerta de un taller. Un campesino parece recriminar al herrero lo fácil que es su labor, mientras que él sufre las inclemencias del tiempo y no consigue una buena cosecha. Ante la expectación de sus vecinos, los dos hombres discuten con vehemencia y el ladrón decide intervenir en la discusión:
— Disculpen caballeros, pero ¿Cuál es la disputa que les ocupa? Debe ser un asunto capital cuando ha levantado la atención de gentes tan galanas. —. Dice el ladrón en un tono lisonjero.
— Pues, que este paleto cree que mi trabajo es cosa de risa, y que si no soy capaz de mantener a mi familia es porque soy un perezoso… ¡Viene a mi taller a insultarme! —, responde el herrero.
— Quien habla no soy yo, sino mi profunda tristeza, pues no logro sacar nada de las tierras que cultivo y los míos se mueren de hambre… Yo solo digo que, si no dependiera del cielo podría subsistir con dignidad. — dice el campesino.
— No se amarguen vuestras mercedes, pues a ninguno de ustedes les falta razón. Es cierto que depender del cielo a veces puede ser un contratiempo, pero ¿no dependemos todos de él? — el ladrón se hace una cruz en la frente — Lo indispensable, amigos, es usar el raciocinio para ver las oportunidades que se esconden tras las aparentes desgracias. Y creed que no os lo dice un cualquiera, pues donde me ven, soy un hombre de gran experiencia. Dejad vuestras mercedes que os cuente un acontecer de uno de mis muchos viajes a Oriente…
Con esa referencia a Oriente el ladrón logra llamar la atención de todos los allí presentes y comienza su historia:
«En un lejano país oriental, vivían dos hermanos enanos. El mayor era muy orgulloso y detestaba que se burlaran de su condición, enfrentándose a todo aquel que lo hiciera. Mientras que el menor, más astuto, aprovechaba esto en su beneficioso y bailaba por un par de monedas.
Pronto, el hermano mayor cayó en la miseria, teniendo que mendigar por las calles de la ciudad. Mientras, su hermano reunió una pequeña fortuna divirtiendo a los parroquianos de las tabernas con su estatura y sus gracietas.
La fortuna del hermano menor no hacía más que crecer, llegando a convertirse en un respetado mercader a quien nadie miraba por encima del hombro. Mientras que el hermano mayor tenía que servir en los hogares de los más pobres, donde sufría humillaciones diarias de las gentes de peor calaña.
Un día ambos hermanos se reencontraron en el mercado:
— Hermano, has tenido mejor fortuna que yo. Apiádate de tu propia sangre y acógeme en tu ceno, — le dijo el hermano mayor a su hermano menor.
— No tengo por qué hacer eso, hermano. Pues a lo que tú llamas fortuna yo lo llamo esfuerzo y astucia. Ambos partimos de la misma condición, pero yo supe ver la oportunidad que me brindaba el destino. Tú, en cambio, te dedicaste a compadecerte de tu mala fortuna sin sacarle provecho. No te debo nada, hermano.
El hermano mayor lloró desesperado ante la lección de su hermano menor, mientras este abandonaba el mercado cargado de riquezas».
Al acabar su relato, el ladrón da una palmada indicando que sus oyentes deben aplaudir. Durante el aplauso, se dirige a los dos hombres en disputa y explica la moraleja.
— Escuchada esta historia, debéis dedicar vuestros esfuerzos a encontrar esa oportunidad redentora y no a pelear por ver quién es más miserable.
Los hombres se abrazan e invitan al ladrón a la taberna de la plaza del mercado para celebrar la gran enseñanza que acaban de aprender.
Ambos, bufón y ladrón, se mueven por las calles acompañados de multitudes que alaban sus enseñanzas. Por fin, desde entradas opuestas, el bufón y el ladrón entran en la plaza del mercado, donde pronto la gente que circula por ella se decanta por uno de los dos bandos. La mitad de la plaza celebra junto al bufón, mientras que la otra mitad lo hace junto al ladrón.
Ante tal alboroto, desde la catedral que preside la plaza, sale a la calle el sacerdote. Al ver que la gente enaltece a los dos forasteros los manda a llamar. El bufón y el ladrón reconocen de inmediato al sacerdote y también mutuamente, pues ambos fueron criados en aquella parroquia de la que partieron hace décadas. La multitud contempla el reencuentro con sorpresa, pues el sacerdote es el dueño y señor de todas las tierras del condado; cada campesino debe rendirle tributo religiosamente.
El sacerdote, junto al bufón y al ladrón, se dirige a la multitud:
— Hijos míos, sé de buena mano que las enseñanzas de estos dos profetas pueden ser tan valiosas como contradictorias. Pero escuchadme cuando os digo que ambas salieron de la misma Iglesia, y aquí es donde han retornado para ser armonizadas. El equilibrio, y no la desmesura, es la virtud de todo buen cristiano.
Elevando los brazos a modo de cruz, el sacerdote se dispone a predicar una nueva enseñanza al enfervorecido público, que no acaba de aceptar la palabra del religioso.
«En los primeros días de Cristo, eran muy conocidos tres pescadores de Galilea: Jacob, Salomón y José. Pero cada cual era conocido por un atributo diferente.
Jacob era el más joven y el que tenía la fe más fuerte. Nunca madrugaba para ir a pescar, sus redes estaban siempre rotas y su barca al borde del naufragio. Pero Jacob siempre decía: “Dios proveerá”. Nunca recogía más pescado que el justo para alimentarse.
José era el más anciano y no confiaba en nada. Siempre se levantaba muchas horas antes del amanecer, poseía varias redes de repuesto y dos barcas. Se fatigaba mucho, pero siempre decía: “Más vale prevenir que curar”. Recogía una gran cantidad de pescado, pero no la que sus horas de esfuerzo merecían.
Salomón era el mediano y su fe en Dios era moderada. Se levantaba al amanecer, atendía a sus redes y su barca estaba en perfecto estado. Llevaba una vida plácida y siempre decía: “La virtud está en la justa medida”. Era el que más pescado recogía de toda Galilea».
El final de la parábola provoca la indignación del público y el sacerdote se apresura a explicar la moraleja:
— Oíd hijos míos, os diré por qué premiaba Dios a Salomón si no era el que más se esforzaba ni el que más fe tenía: porque el Señor quiere la felicidad del hombre, el equilibrio. La absoluta confianza en que el Señor nos alimente sin hacer esfuerzos es un pecado de pereza, pues el Señor puso al hombre en la Tierra para trabajar. Pero, el desconfiar de Dios y tratar de asegurar la propia fortuna es también un pecado de vanidad, pues el hombre nunca puede sobreponerse a los designios divinos…
Al llegar a este punto del sermón, un grupo de hortelanas levantan sus hoces con fuerza en los puños y, dirigiéndose al sacerdote, gritan:
— Es muy fácil pedir mesura cuando se es dueño y señor de todas las tierras, pero cuando tus hijos no tienen qué llevarse a la boca no hay ninguna mesura que los deje con vida. ¡No sabéis de que habláis!
A este grito se une un grupo de herreros, que, enalteciendo sus martillos con fuerza en los puños, gritan al sacerdote:
— La felicidad parece ser una cuestión que te preocupa, pero tú gozas de festines y lujos fruto de nuestro trabajo mientras nosotros sufrimos, ¿no te hace eso infeliz? ¡Uníos todos compañeros contra la tiranía, que no se burlen más de nosotros!
El peso de las hoces y los martillos cae sobre el sacerdote, empapándolos de roja sangre. El pueblo, ahora unido, celebra la caída de la tiranía y comienza a imaginar un mundo donde ser realmente felices.
Fuera de las murallas de la ciudadela, en la fría distancia, se distinguen dos nubes de polvo que se aproximan. Dos jinetes cabalgan por pradera. Uno se dirige hacia la puerta del Sol Naciente, el otro hacia la del Sol Poniente.
El viento comienza a aullar a través de los muros de la ciudadela, entrando en la plaza del mercado. Los comerciantes gritan las cualidades de sus productos, los campesinos cargan con sus cultivos y los siervos con los animales. Todo el mundo va y viene. Descabalgan los dos jinetes en las caballerizas de la ciudadela, y, desde puntos contrarios, comienzan a recorrer las calles hacia la plaza del mercado.
El jinete del Sol Naciente es un bufón. Ataviado con ropajes de vivos colores y cascabeles rodeándole el cuerpo, avanza por las calles haciendo malabares. Mientras anda va contando fábulas y cuentos a todo el que se cruza con él.
El jinete del Sol Poniente es un ladrón. Con sus ropas oscuras y correas de cuero, avanza sigiloso por las calles. En el camino intenta convencer a algunos para que le compren joyas robadas, y lo consigue. Logra engatusarlos al contarles historias fantásticas de su procedencia.
En un recodo de la calle, junto a una puerta, una joven llora desconsoladamente sentada sobre unos escalones. El bufón, agitando un sonajero en forma de elefante, se acerca intentando hacer reír a la chica. Pero un anciano sale de un callejón e interrumpe sus esfuerzos:
— ¡Para, insensato! Esta muchacha ha perdido hoy a su hermana, que apenas llegó al año… Es su deber llorarla y no reír, en memoria de la criatura.
— Pero yo soy un bufón, anciano. Mi deber es hacer reír al triste; alejar la pena de los corazones para que no caigan en la tiniebla… La risa solo puede ofender a un necio o a un malvado, y el Señor no es ninguna de las dos cosas. — responde el bufón al anciano.
El anciano muestra su desacuerdo acercándose a la muchacha y animándola a que se desahogue. El bufón insiste en su intento de producir la carcajada de la chica, pero no lo consigue. Es entonces cuando decide contar un cuento. Del morral que lleva a la espalda saca una pandereta, y comienza a cantar su fábula:
«En un lejano reino, más allá de la línea del horizonte, vivía un asno atado a un molino. Cada mañana, su amo iba a colocarle un morral con avena y, aunque trabajaba a destajo, el asno siempre parecía estar muy contento y juguetón. A su amo, que era muy envidioso, le irritaba la felicidad del animal y decidió quitarle un cuarto de la avena diaria para intentar hundir su ánimo. Pero el asno seguía igual de alegre y trabajador.
Rabioso, su amo iba quitándole cada día una porción de avena, hasta darle apenas un puñado. Pero no lograba desanimarlo. El asno quedó famélico y sin fuerzas para empujar el molino. El amo también estaba hambriento, pues ya no podía moler grano, que era su principal fuente de sustento.
Una noche, el animal empeoró y se desplomó junto al molino. Su amo se acercó y llorando le preguntó:
— Dime, asno ¿Cómo es posible que incluso a las puertas de la muerte, estés tan animoso?
— Amo, — respondió el asno — cada vez que me quitaba un grano de avena yo pensaba en los restantes. Cada vez que me faltaba el aliento, yo disfrutaba los que podía dar. Ahora, que me aproximo a la muerte, solo puedo pensar en la vida.
El amo lloró junto al cadáver del asno toda la noche, y maldijo su envidia pidiendo perdón al Señor por haber pecado».
Al acabar su canción, el bufón da un fuerte golpe a su pandereta y dice, dirigiéndose a la muchacha:
— Aprende del asno, muchacha, y sé feliz. ¡Celebra la vida y no lamentes la muerte, pues no hay vida sin esta!
La joven se levanta de un brinco y abraza al bufón agradeciéndole sus enseñanzas. El anciano, molesto, retorna a su callejón sin decir nada, mientras la muchacha acompaña al bufón en el camino, bailando y cantando en memoria de su hermana.
En el lado opuesto de la ciudadela, en otro recodo de otra calle, el ladrón se encuentra con una discusión a la puerta de un taller. Un campesino parece recriminar al herrero lo fácil que es su labor, mientras que él sufre las inclemencias del tiempo y no consigue una buena cosecha. Ante la expectación de sus vecinos, los dos hombres discuten con vehemencia y el ladrón decide intervenir en la discusión:
— Disculpen caballeros, pero ¿Cuál es la disputa que les ocupa? Debe ser un asunto capital cuando ha levantado la atención de gentes tan galanas. —. Dice el ladrón en un tono lisonjero.
— Pues, que este paleto cree que mi trabajo es cosa de risa, y que si no soy capaz de mantener a mi familia es porque soy un perezoso… ¡Viene a mi taller a insultarme! —, responde el herrero.
— Quien habla no soy yo, sino mi profunda tristeza, pues no logro sacar nada de las tierras que cultivo y los míos se mueren de hambre… Yo solo digo que, si no dependiera del cielo podría subsistir con dignidad. — dice el campesino.
— No se amarguen vuestras mercedes, pues a ninguno de ustedes les falta razón. Es cierto que depender del cielo a veces puede ser un contratiempo, pero ¿no dependemos todos de él? — el ladrón se hace una cruz en la frente — Lo indispensable, amigos, es usar el raciocinio para ver las oportunidades que se esconden tras las aparentes desgracias. Y creed que no os lo dice un cualquiera, pues donde me ven, soy un hombre de gran experiencia. Dejad vuestras mercedes que os cuente un acontecer de uno de mis muchos viajes a Oriente…
Con esa referencia a Oriente el ladrón logra llamar la atención de todos los allí presentes y comienza su historia:
«En un lejano país oriental, vivían dos hermanos enanos. El mayor era muy orgulloso y detestaba que se burlaran de su condición, enfrentándose a todo aquel que lo hiciera. Mientras que el menor, más astuto, aprovechaba esto en su beneficioso y bailaba por un par de monedas.
Pronto, el hermano mayor cayó en la miseria, teniendo que mendigar por las calles de la ciudad. Mientras, su hermano reunió una pequeña fortuna divirtiendo a los parroquianos de las tabernas con su estatura y sus gracietas.
La fortuna del hermano menor no hacía más que crecer, llegando a convertirse en un respetado mercader a quien nadie miraba por encima del hombro. Mientras que el hermano mayor tenía que servir en los hogares de los más pobres, donde sufría humillaciones diarias de las gentes de peor calaña.
Un día ambos hermanos se reencontraron en el mercado:
— Hermano, has tenido mejor fortuna que yo. Apiádate de tu propia sangre y acógeme en tu ceno, — le dijo el hermano mayor a su hermano menor.
— No tengo por qué hacer eso, hermano. Pues a lo que tú llamas fortuna yo lo llamo esfuerzo y astucia. Ambos partimos de la misma condición, pero yo supe ver la oportunidad que me brindaba el destino. Tú, en cambio, te dedicaste a compadecerte de tu mala fortuna sin sacarle provecho. No te debo nada, hermano.
El hermano mayor lloró desesperado ante la lección de su hermano menor, mientras este abandonaba el mercado cargado de riquezas».
Al acabar su relato, el ladrón da una palmada indicando que sus oyentes deben aplaudir. Durante el aplauso, se dirige a los dos hombres en disputa y explica la moraleja.
— Escuchada esta historia, debéis dedicar vuestros esfuerzos a encontrar esa oportunidad redentora y no a pelear por ver quién es más miserable.
Los hombres se abrazan e invitan al ladrón a la taberna de la plaza del mercado para celebrar la gran enseñanza que acaban de aprender.
Ambos, bufón y ladrón, se mueven por las calles acompañados de multitudes que alaban sus enseñanzas. Por fin, desde entradas opuestas, el bufón y el ladrón entran en la plaza del mercado, donde pronto la gente que circula por ella se decanta por uno de los dos bandos. La mitad de la plaza celebra junto al bufón, mientras que la otra mitad lo hace junto al ladrón.
Ante tal alboroto, desde la catedral que preside la plaza, sale a la calle el sacerdote. Al ver que la gente enaltece a los dos forasteros los manda a llamar. El bufón y el ladrón reconocen de inmediato al sacerdote y también mutuamente, pues ambos fueron criados en aquella parroquia de la que partieron hace décadas. La multitud contempla el reencuentro con sorpresa, pues el sacerdote es el dueño y señor de todas las tierras del condado; cada campesino debe rendirle tributo religiosamente.
El sacerdote, junto al bufón y al ladrón, se dirige a la multitud:
— Hijos míos, sé de buena mano que las enseñanzas de estos dos profetas pueden ser tan valiosas como contradictorias. Pero escuchadme cuando os digo que ambas salieron de la misma Iglesia, y aquí es donde han retornado para ser armonizadas. El equilibrio, y no la desmesura, es la virtud de todo buen cristiano.
Elevando los brazos a modo de cruz, el sacerdote se dispone a predicar una nueva enseñanza al enfervorecido público, que no acaba de aceptar la palabra del religioso.
«En los primeros días de Cristo, eran muy conocidos tres pescadores de Galilea: Jacob, Salomón y José. Pero cada cual era conocido por un atributo diferente.
Jacob era el más joven y el que tenía la fe más fuerte. Nunca madrugaba para ir a pescar, sus redes estaban siempre rotas y su barca al borde del naufragio. Pero Jacob siempre decía: “Dios proveerá”. Nunca recogía más pescado que el justo para alimentarse.
José era el más anciano y no confiaba en nada. Siempre se levantaba muchas horas antes del amanecer, poseía varias redes de repuesto y dos barcas. Se fatigaba mucho, pero siempre decía: “Más vale prevenir que curar”. Recogía una gran cantidad de pescado, pero no la que sus horas de esfuerzo merecían.
Salomón era el mediano y su fe en Dios era moderada. Se levantaba al amanecer, atendía a sus redes y su barca estaba en perfecto estado. Llevaba una vida plácida y siempre decía: “La virtud está en la justa medida”. Era el que más pescado recogía de toda Galilea».
El final de la parábola provoca la indignación del público y el sacerdote se apresura a explicar la moraleja:
— Oíd hijos míos, os diré por qué premiaba Dios a Salomón si no era el que más se esforzaba ni el que más fe tenía: porque el Señor quiere la felicidad del hombre, el equilibrio. La absoluta confianza en que el Señor nos alimente sin hacer esfuerzos es un pecado de pereza, pues el Señor puso al hombre en la Tierra para trabajar. Pero, el desconfiar de Dios y tratar de asegurar la propia fortuna es también un pecado de vanidad, pues el hombre nunca puede sobreponerse a los designios divinos…
Al llegar a este punto del sermón, un grupo de hortelanas levantan sus hoces con fuerza en los puños y, dirigiéndose al sacerdote, gritan:
— Es muy fácil pedir mesura cuando se es dueño y señor de todas las tierras, pero cuando tus hijos no tienen qué llevarse a la boca no hay ninguna mesura que los deje con vida. ¡No sabéis de que habláis!
A este grito se une un grupo de herreros, que, enalteciendo sus martillos con fuerza en los puños, gritan al sacerdote:
— La felicidad parece ser una cuestión que te preocupa, pero tú gozas de festines y lujos fruto de nuestro trabajo mientras nosotros sufrimos, ¿no te hace eso infeliz? ¡Uníos todos compañeros contra la tiranía, que no se burlen más de nosotros!
El peso de las hoces y los martillos cae sobre el sacerdote, empapándolos de roja sangre. El pueblo, ahora unido, celebra la caída de la tiranía y comienza a imaginar un mundo donde ser realmente felices.
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