Donna Haraway (1944)
Miriam Hernández Domínguez
Donna Haraway (1944), filósofa y bióloga, es una de las pensadoras más destacadas de nuestro tiempo. Sus reflexiones en torno a la naturaleza, por ejemplo, no dejan de sorprender ni siquiera con el paso de las décadas. La relevancia de sus planteamientos y el desarrollo de las raíces del cyberfeminismo hacen inabarcable la tarea de enumerar las repercusiones de su pensamiento.
En su Promesa de los monstruos (1999), Haraway habla de la naturaleza como un imposible que no se puede dejar de desear. Esta sentencia resulta esencial para aproximarse al concepto de naturaleza que defiende la autora; implica una comprensión de la naturaleza como algo discursivo, que remite a la diversidad de construcciones sociales. Siguiendo las propuestas de Haraway, la naturaleza sería algo así como el “locus” donde acontece la (re)construcción de lo social, es decir, la naturaleza es artefacto y, por tanto, mutable. Esto supone una crítica implícita a la normativización de la naturaleza que, en última instancia, motiva la dominación de lo inapropiado. Esta teorización de la naturaleza nos permite trazar puentes con la naturalización de las relaciones de poder. La invocación de lo “natural” ha permitido, por ejemplo, justificar la opresión de la mujer o la persecución a lo no-heteronormativo, pero, también, el definir a los pueblos colonizados como “naturales” ha justificado su explotación. En definitiva, el “artefactualismo” semiótico-material se presenta como desafío a los límites construidos en torno a lo animal, lo humano o la máquina, que han sido trazados a partir un proceso cómplice con los usos pragmáticos de la naturaleza para justificar las dominaciones sociales.
Concebir la naturaleza como lo discursivo añade una novedad al planteamiento de las fronteras. Este análisis de Haraway no deja indiferente a nadie. La “artefactualidad” que atribuye a la naturaleza, y que le permite acentuar la potencialidad de la situación fronteriza, resulta un planteamiento, cuanto menos, llamativo. Considero que el valor de la filosofía de Haraway reside en el intento de dar coherencia y unidad al conjunto de sus consideraciones políticas, epistemológicas y ontológicas. Las reflexiones de Haraway parecen atender a la división tripartita desarrollada por Felix Guattari en Las tres ecologías (1990). Haraway da respuesta a su propuesta de ecología medioambiental (que refiere a la responsabilidad y gestión colectiva de las tecnociencias) apostando por la aparición de las identidades fracturadas en el desarrollo de la ciencia. También se ocupa de lo que Guattari denominó “ecología social” o “ecosofía social”, con la que se refiere al desarrollo de prácticas concretas que permitan reconstruir la forma de ser-en-grupo. Esto supondría, en la línea de Haraway, la reivindicación del “ciborg”, de un mundo “ciborg” que podría tratar de realidades sociales y corporales vividas en las que la gente no tiene miedo de su parentesco con animales y máquinas. La autora también da respuesta al último concepto que compone la apuesta trinómica de Guattari: la ecología mental, que se verá obligada a reinventar la relación del sujeto con el cuerpo, el fantasma, la finitud del tiempo, los “misterios” de la vida y de la muerte.
Estos planteamientos son trazados por Haraway en su denuncia a la producción biocientífica, que no puede estar al margen del vínculo inextricable con lo ético-político. Combatir la uniformización “mass-mediática” o la opresión de los cuerpos pasa por estrechar lazos y alterar fronteras. En resumen, el valor que otorgo al discurso de Haraway parte de su capacidad para manifestar el cambio que se ha producido en nuestra ecología social, mental y ambiental. Sin embargo, Haraway no deja de hacernos ver que la biotecnología se encuentra bajo el poder biocapitalista transnacional. Propone, por el contrario, considerar esas nuevas tecnologías como liberadoras, en tanto que suponen una superación de los límites entre lo animal, lo humano y lo “maquínico”, si las situamos en otro marco político y económico.
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