Luce Irigaray (1930)
Aránzazu Hernández Piñero*
“Reclamar la igualdad, como mujeres, me parece la expresión equivocada de un objetivo real. Reclamar la igualdad implica un término de comparación. ¿A qué o a quién desean igualarse las mujeres? ¿A los hombres? ¿A un salario? ¿A un puesto público? ¿A qué modelo? ¿Por qué no a sí mismas?” Con estas palabras nos interpela Irigaray desde las páginas de un breve texto de principios de los años noventa (Yo, tú, nosotras, 1992).
Luce Irigaray es, sin duda, una de las más destacadas filósofas de la diferencia sexual del siglo XX y, posiblemente, la discusión entre igualdad y diferencia sea una de las más conocidas a propósito de la cual la autora suele ser mencionada. Pero, ¿en qué consiste la crítica a la igualdad elaborada por nuestra filósofa y cómo la autora la convierte en un problema filosófico clave además de político? Las palabras de Irigaray citadas en el párrafo anterior nos dan una pista: la igualdad requiere un término de comparación. ¿Cuál es ese término y quién lo decide? Irigaray, en su fino trabajo de deconstrucción de la filosofía occidental, especialmente en Speculum (1974) y Ese sexo que no es uno (1977), aunque no solo, nos mostrará que no hay término neutral y que, por lo tanto, no hay medida neutra de comparación. El término que se ha presentado como neutro no es tal: el modelo ha sido masculino-patriarcal. Así, Irigaray desvela el vínculo homosocial como fundante de todo orden (patriarcal). La apuesta irigariana por disolver las mediaciones masculinas y hacer emerger la diferencia sexual se articula, inicialmente, en torno a la bella imagen de las “genealogías femeninas”. La metáfora genealógica evoca y recrea la posibilidad de que cada mujer nos inscribamos en una filiación femenina, que reconozcamos que tenemos ancestras y predecesoras.
La crítica a la lógica de lo Mismo, la cultura de un único sujeto (el masculino), la emergencia de la diferencia femenina a través del deseo y del lenguaje, la genealogía de mujeres, la ética de la diferencia sexual y los derechos sexuados componen los motivos más significativos de un pensamiento que trabaja en una doble dimensión, crítica y propositiva. Un pensamiento que no deja de interrogar a los presupuestos de la tradición filosófica y cultural occidental en la que toda Otra es convertida en lo Mismo, es decir, en la que toda Otra es convertida en una proyección de lo masculino-patriarcal mediante una operación de reducción de la diferencia a la indiferencia, desde Speculum de la otra mujer (1974) hasta su última obra traducida En el principio era ella (2012). Un pensamiento que crea las posibilidades lógicas, simbólicas, lingüísticas y políticas para, precisamente, hacer pensable lo que había permanecido como un impensado, a saber: la diferencia sexual.
La reconsideración de la diferencia sexual y el deseo conduce a Irigaray a pensar una subjetividad femenina autónoma conformada a partir de la heterogeneidad del deseo femenino. La pensadora invita a las mujeres a explorar nuestra alteridad sin someterla a la jerarquía instaurada por el falogocentrismo, donde lo femenino se define por negación, como lo no-masculino. En la lógica de la indiferencia, la diferencia sexual es concebida en términos jerárquicos, por lo que supone siempre desigualdad. En cambio, la filósofa belga nos propone pensar lo femenino y la diferencia sexual sin jerarquía, lo que requiere un pensamiento nuevo: el pensamiento de la diferencia sexual. Propuesta que podría resumirse en su idea de ser otras sin ser segundas: ser reconocidas realmente como otras, irreductibles al sujeto masculino.
Sin embargo, a pesar de la fuerza, agudeza y profundidad de su pensamiento, pese a la extensión de su obra, no sería exagerado afirmar que en el contexto filosófico del Estado Español es, lamentablemente, poco conocida. Ha sido poco traducida y escasamente estudiada. Su recepción ha sido irregular: es cierto, como señalan Fina Birulés y Àngela Lorena Fuster, en su “Prólogo” a Ética de la diferencia sexual (¡publicada en 1984 y traducida en 2010!), que hubo una recepción elogiosa influida por la temprana y fructífera acogida del pensamiento irigariano por parte de las feministas italianas; sin embargo, la mayor parte de la recepción en el Estado español, ha sido, más que crítica, demoledora. Sería interesante estudiar por qué una obra del calado filosófico de la de Irigaray ha encontrado pocas lectoras atentas y receptivas en el Estado español. Tal vez alguna joven filósofa, atenta y receptiva, se anime a investigarlo.
Mientras tanto las preguntas irigarianas pueden seguir interpelándonos, a cada una de nosotras, lectoras de esta breve reseña. “¿A qué o a quién desean igualarse las mujeres?” “¿Por qué no a sí mismas?”.
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