Victoria Camps Cervera (1941)
Gabriel Bello Reguera
Filósofa española, Catedrática jubilada de Ética y Filosofía Política de la Universidad Autónoma de Barcelona. Su imagen pública proyecta, en el año 2008, la concesión, entre otros, del Premio Internacional Menéndez Pelayo “por su magisterio filosófico, y la influencia moral de su pensamiento tanto en España como en América”. Detrás de este reconocimiento público hay dos gestos que marcan su diferencia. El primero es colaborar activamente a la liberación de la ética de su enclaustramiento en el nacional-catolicismo franquista y vaticanista, desplazándola al espacio público democrático y laico. Y el segundo, liberar a la ética del burocratismo curricular académico, mediante un discurso que, sin perder rigor conceptual, es capaz de llegar a un público amplio, filosófico y no filosófico, sobre historia de la ética, ética teórica, ética aplicada a diversas áreas (bioética, la ética de los medios de comunicación, ética política, ética feminista, etc.) y filosofía política. Fuera de la academia, además, ha colaborado con las políticas progresistas en instituciones diversas como la Comisión de Estudios de los Contenidos de Televisión del Senado, o el Comité de Bioética de España. Nada extraño, por tanto, que sea la actividad lingüística y dialógica, y no la supuestamente mental o monológica - muda en sí misma - el referente de su trabajo teórico. Por eso considera que el discurso ético es retórico y no lógico.
El imperativo metódico para sintetizar apretadamente una obra múltiple, publicada en libros y artículos de prensa, me obliga a fijarme en uno de sus escritos de referencia, Virtudes públicas. En él, Victoria Camps considera que la ética “habla de la justicia” porque hay desigualdad: en el trabajo, en la propiedad de recursos económicos y en la educación, cuyo efecto final es “la distribución desigual del bienestar y del sufrimiento humanos”. Y es consciente de que una de las brechas de esta desigualdad opresiva e injusta es la que discrimina a las mujeres. Quizá por eso considera que la justicia es la virtud más relevante y que la virtud constituye el núcleo de la ética. Pero el significado de las tres - la justicia, la virtud y la ética - es huidizo pese a tanta definición teórica de que ha sido objeto a lo largo de la historia de la ética, que nuestra autora ha rastreado como nadie en el ámbito hispanohablante.
Se hace eco del significado de la virtud en Aristóteles como disposición o hábito de acción y como excelencia humana. Pero inmediatamente añade que el aristotelismo es imposible en la actualidad porque ya no hay manera de “cualificar” universalmente la vida buena o excelente, la vida feliz, ya que la felicidad puede entenderse en el plano individual o en el público: como justicia. Y la armonía entre lo individual y lo público, que es posible en una comunidad (supuestamente) homogénea como la ateniense o la cristiano-católica, es imposible en un mundo donde la individualidad o privacidad está diversificada, como en las democráticas pluralistas postmodernas. La única manera de aproximarse a una armonía mínima privado/público es el la acción democrática o dialógica, orientada a la construcción de hábitos o disposiciones comunes que hagan sostenible la convivencia. Quizá por eso Victoria Camps opta por las “virtudes públicas” que la distancian, por un lado, del discurso abstracto sobre “la virtud” y, por el otro, de la virtud privada.
Además de la brecha privado/público, nuestra filósofa aborda otro foco de tensión: la diferencia en el significado de a virtud en los hombres y en las mujeres. Retoma el hecho histórico de que la palabra “virtud” proviene de la latina “virtus” que, por su parte, se forma a partir de otra más originaria, “vir”, que significa varón o macho. Por eso “virtus” significa, etimológicamente, virilidad o valor viril: la fuerza física reconvertida en valor psicológico o coraje, de expresión diversa, como el valor militar o valentía, o el valor moral. Un valor viril que, además - como dejó claro Aristóteles en su Política - incluye el poder exclusivo de definir lo que es bueno y malo, justo e injusto, etc., que, como es obvio, llevan la huella de su origen. Por eso las virtudes atribuidas a sí mismos por los varones, como la justicia, son moralmente más valiosas que las atribuidas a las mujeres que, al estar, como el cuidado, articuladas en torno a la debilidad, opuesta a la virilidad, no sólo carecen de valor moral, sino que pueden ser consideradas - por ellos - negativas.
Quizá como efecto de las dos dificultades anteriores, Victoria Camps señala que en la ética contemporánea la palabra “virtud” ha ido cediendo espacio discursivo al término “valor”. En estas circunstancias cabe preguntarse si es posible universalizar o comunalizar humanamente un significado único de la virtud y, por tanto, de la ética. Su respuesta es un tanto difusa, debido a los dos focos de tensión aludidos, pero no deja de ser sugerente. A pesar de su inmersión en la historia de la ética no se identifica con ninguna de sus corrientes más relevantes como la aristotélica, la kantiana, o la utilitarista, aunque tome elementos de todas ellas. Por ejemplo, la noción de libertad de Stuart Mill, cuyo libro, On liberty, es uno de los que más aprecio le merecen. También ha recorrido los conceptos básicos de la teoría ética que - en mi precipitada opinión - son el sujeto, la acción, el juicio moral sobre ambos (positivo o negativo) y los criterios a los que ha de atenerse el juicio. La virtud es/era uno de estos criterios cuando permitía juzgar a alguien como virtuoso o vicioso, siempre que ese lenguaje tuviera lugar en una comunidad moral homogénea y monológica: entre amigos morales.
En esta encrucijada Victoria Camps reconoce que la ética contemporánea es emotivista, lo cual plantea el problema del “gobierno de las emociones” tanto a nivel individual como público. La pregunta, ahora, es: ¿desde qué ética es posible ese gobierno? En la respuesta se sugieren dos aproximaciones. Una a cierto neoaristotelismo a través de Alasdair Macintyre, que reúne la ética y la poética de Aristóteles para proponer una ética “narrativa” - no argumentativa al estilo conceptual o lógico-formal -. Narratividad que el autor hace extensiva a toda la vida humana y su expresión conversacional, caracterizada, entre otras cosas, por los “efectos” que produce en la identidad humana, individual y común. El problema es que, como el mismo autor reconoce, esa deseada comunitariedad o comunalidad humana no existe (ni se la espera) salvo en comunidades pequeñas, universalmente irrelevantes.
La narratividad y su poder causal, eficaz, eficiente o efectivo, visibiliza la relación causa-efecto, que sustituye a la relación sujeto-objeto en la representación del lenguaje. Pues bien, esta imagen es solidaria o paralela con la pragmática lingüística, a través de la que Victoria Camps comienza su larga andadura filosófica, a partir de autores como el segundo Wittgenstein y Austin. Uno con su teoría del significado de las palabras a partir de su uso en las prácticas lingüísticas, siempre en el contexto de diversos juegos de lenguaje con sus propias reglas. Y el otro con su teoría de los actos de habla que introduce expresiones como “hacer cosas con palabras”: por ejemplo, las cosas morales y políticas que, si no fuera por ellas - las palabras que hacen cosas - no existirían.
A partir de este interés inicial por la pragmática lingüística, llega un momento - desconectado de forma explícita del anterior pero conectado subtextualmente - en el que Victoria Camps se aproxima al pragmatismo del que apunta un par de aspectos relevantes. Uno es lo que denomina “el tono de nuestro tiempo: la abolición de los trascendentales, la desconfianza con respecto a los absolutos, la ausencia de grandes sistemas y la concentración en narraciones, microteorías o discursos fragmentarios”. Y el otro, que vincula explícitamente a la figura de Richard Rorty según el cual “cualquier estrategia - la filosofía, la poesía, la ciencia, la política - es buena para alcanzar lo humano”.
En esta dirección, entre neoaristotélica y pragmatista, Victoria Camps resalta y pone en valor – moral, por supuesto – la apertura a horizontes desconocidos, movilizando “todo lo que signifique poner el acento en la diferencia, no reducir la persona a puras generalizaciones de intereses, construir dimensiones públicas o políticas que no destruyan la diversidad de cada uno, o fundar en la diversidad de criterios de validez más generales”.
Por lo demás relega a un segundo plano el uso de la palabra “subjetividad” en su acepción individualista, propia de una conciencia encerrada en su propio espacio interior o intrapsíquico. Y la sustituye por la palabra intersubjetividad, desplegada en (inter)comunicación, diálogo o conversación, en cuya actividad (actos de habla, acciones comunicativas, etc.) se cuecen los consensos y disensos sobre juicios morales y sus criterios básicos como la justicia y la virtud, el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, etc., más allá de toda aspiración a una solución universalista o trascendental. De esta forma Victoria Camps se sitúa en el polo opuesto del platonismo y kantismo y su larga herencia. Donde lo primero era el alma individual (espíritu, mente, razón, etc.), conectada a un mundo ideal, fuente del sentido y de la significación humanas, y, al mismo tiempo, desconectada del cuerpo y sus partes vergonzosas. Un alma, además, en diálogo consigo misma - “diálogo interior” - a partir del cual surge, o no, el diálogo exterior, la comunicación con los otros, siempre como algo secundario. Ello explica el rechazo de nuestra autora del solipsismo cartesiano-kantiano de un yo racional absolutamente cierto de su poder cognitivo autónomo y, por lo tanto, absolutamente seguro de su moralidad. El resultado final de la dialéctica filosófica interior/exterior es, para Victoria Camps, un sujeto moral semiautónomo o relativamente autónomo, lo cual no quiere decir que ese yo sea absolutamente heterónomo, sino sólo relativamente. Debidas ambas relatividades a la a la inevitable presencia lingüística del otro.
Frente a las viejas aspiraciones a la absolutez de la certeza y la validez universal de los juicios morales - el “sueño de la razón” -, que considera obsoletas, reivindica la contingencia del discurso ético y sus diversos y complejos significados, en el sentido sugerido por la narratividad que reconstruye Macintyre, entre poética e histórica, y la incertidumbre de las microteorías y las fragmentaciones discursivas que asocia al pragmatismo. Así se mantiene fiel a sus inicios en La imaginación ética, donde asigna a la tarea moral y ética “un carácter, por encima de todo, trágico”.
Lo cual no es óbice para proseguir la conversación. El lenguaje, materializado en el diálogo, no refleja el mundo, sino que lo trasciende y eso hace sostenible la ilusión de poder cambiarlo.
El imperativo metódico para sintetizar apretadamente una obra múltiple, publicada en libros y artículos de prensa, me obliga a fijarme en uno de sus escritos de referencia, Virtudes públicas. En él, Victoria Camps considera que la ética “habla de la justicia” porque hay desigualdad: en el trabajo, en la propiedad de recursos económicos y en la educación, cuyo efecto final es “la distribución desigual del bienestar y del sufrimiento humanos”. Y es consciente de que una de las brechas de esta desigualdad opresiva e injusta es la que discrimina a las mujeres. Quizá por eso considera que la justicia es la virtud más relevante y que la virtud constituye el núcleo de la ética. Pero el significado de las tres - la justicia, la virtud y la ética - es huidizo pese a tanta definición teórica de que ha sido objeto a lo largo de la historia de la ética, que nuestra autora ha rastreado como nadie en el ámbito hispanohablante.
Se hace eco del significado de la virtud en Aristóteles como disposición o hábito de acción y como excelencia humana. Pero inmediatamente añade que el aristotelismo es imposible en la actualidad porque ya no hay manera de “cualificar” universalmente la vida buena o excelente, la vida feliz, ya que la felicidad puede entenderse en el plano individual o en el público: como justicia. Y la armonía entre lo individual y lo público, que es posible en una comunidad (supuestamente) homogénea como la ateniense o la cristiano-católica, es imposible en un mundo donde la individualidad o privacidad está diversificada, como en las democráticas pluralistas postmodernas. La única manera de aproximarse a una armonía mínima privado/público es el la acción democrática o dialógica, orientada a la construcción de hábitos o disposiciones comunes que hagan sostenible la convivencia. Quizá por eso Victoria Camps opta por las “virtudes públicas” que la distancian, por un lado, del discurso abstracto sobre “la virtud” y, por el otro, de la virtud privada.
Además de la brecha privado/público, nuestra filósofa aborda otro foco de tensión: la diferencia en el significado de a virtud en los hombres y en las mujeres. Retoma el hecho histórico de que la palabra “virtud” proviene de la latina “virtus” que, por su parte, se forma a partir de otra más originaria, “vir”, que significa varón o macho. Por eso “virtus” significa, etimológicamente, virilidad o valor viril: la fuerza física reconvertida en valor psicológico o coraje, de expresión diversa, como el valor militar o valentía, o el valor moral. Un valor viril que, además - como dejó claro Aristóteles en su Política - incluye el poder exclusivo de definir lo que es bueno y malo, justo e injusto, etc., que, como es obvio, llevan la huella de su origen. Por eso las virtudes atribuidas a sí mismos por los varones, como la justicia, son moralmente más valiosas que las atribuidas a las mujeres que, al estar, como el cuidado, articuladas en torno a la debilidad, opuesta a la virilidad, no sólo carecen de valor moral, sino que pueden ser consideradas - por ellos - negativas.
Quizá como efecto de las dos dificultades anteriores, Victoria Camps señala que en la ética contemporánea la palabra “virtud” ha ido cediendo espacio discursivo al término “valor”. En estas circunstancias cabe preguntarse si es posible universalizar o comunalizar humanamente un significado único de la virtud y, por tanto, de la ética. Su respuesta es un tanto difusa, debido a los dos focos de tensión aludidos, pero no deja de ser sugerente. A pesar de su inmersión en la historia de la ética no se identifica con ninguna de sus corrientes más relevantes como la aristotélica, la kantiana, o la utilitarista, aunque tome elementos de todas ellas. Por ejemplo, la noción de libertad de Stuart Mill, cuyo libro, On liberty, es uno de los que más aprecio le merecen. También ha recorrido los conceptos básicos de la teoría ética que - en mi precipitada opinión - son el sujeto, la acción, el juicio moral sobre ambos (positivo o negativo) y los criterios a los que ha de atenerse el juicio. La virtud es/era uno de estos criterios cuando permitía juzgar a alguien como virtuoso o vicioso, siempre que ese lenguaje tuviera lugar en una comunidad moral homogénea y monológica: entre amigos morales.
En esta encrucijada Victoria Camps reconoce que la ética contemporánea es emotivista, lo cual plantea el problema del “gobierno de las emociones” tanto a nivel individual como público. La pregunta, ahora, es: ¿desde qué ética es posible ese gobierno? En la respuesta se sugieren dos aproximaciones. Una a cierto neoaristotelismo a través de Alasdair Macintyre, que reúne la ética y la poética de Aristóteles para proponer una ética “narrativa” - no argumentativa al estilo conceptual o lógico-formal -. Narratividad que el autor hace extensiva a toda la vida humana y su expresión conversacional, caracterizada, entre otras cosas, por los “efectos” que produce en la identidad humana, individual y común. El problema es que, como el mismo autor reconoce, esa deseada comunitariedad o comunalidad humana no existe (ni se la espera) salvo en comunidades pequeñas, universalmente irrelevantes.
La narratividad y su poder causal, eficaz, eficiente o efectivo, visibiliza la relación causa-efecto, que sustituye a la relación sujeto-objeto en la representación del lenguaje. Pues bien, esta imagen es solidaria o paralela con la pragmática lingüística, a través de la que Victoria Camps comienza su larga andadura filosófica, a partir de autores como el segundo Wittgenstein y Austin. Uno con su teoría del significado de las palabras a partir de su uso en las prácticas lingüísticas, siempre en el contexto de diversos juegos de lenguaje con sus propias reglas. Y el otro con su teoría de los actos de habla que introduce expresiones como “hacer cosas con palabras”: por ejemplo, las cosas morales y políticas que, si no fuera por ellas - las palabras que hacen cosas - no existirían.
A partir de este interés inicial por la pragmática lingüística, llega un momento - desconectado de forma explícita del anterior pero conectado subtextualmente - en el que Victoria Camps se aproxima al pragmatismo del que apunta un par de aspectos relevantes. Uno es lo que denomina “el tono de nuestro tiempo: la abolición de los trascendentales, la desconfianza con respecto a los absolutos, la ausencia de grandes sistemas y la concentración en narraciones, microteorías o discursos fragmentarios”. Y el otro, que vincula explícitamente a la figura de Richard Rorty según el cual “cualquier estrategia - la filosofía, la poesía, la ciencia, la política - es buena para alcanzar lo humano”.
En esta dirección, entre neoaristotélica y pragmatista, Victoria Camps resalta y pone en valor – moral, por supuesto – la apertura a horizontes desconocidos, movilizando “todo lo que signifique poner el acento en la diferencia, no reducir la persona a puras generalizaciones de intereses, construir dimensiones públicas o políticas que no destruyan la diversidad de cada uno, o fundar en la diversidad de criterios de validez más generales”.
Por lo demás relega a un segundo plano el uso de la palabra “subjetividad” en su acepción individualista, propia de una conciencia encerrada en su propio espacio interior o intrapsíquico. Y la sustituye por la palabra intersubjetividad, desplegada en (inter)comunicación, diálogo o conversación, en cuya actividad (actos de habla, acciones comunicativas, etc.) se cuecen los consensos y disensos sobre juicios morales y sus criterios básicos como la justicia y la virtud, el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, etc., más allá de toda aspiración a una solución universalista o trascendental. De esta forma Victoria Camps se sitúa en el polo opuesto del platonismo y kantismo y su larga herencia. Donde lo primero era el alma individual (espíritu, mente, razón, etc.), conectada a un mundo ideal, fuente del sentido y de la significación humanas, y, al mismo tiempo, desconectada del cuerpo y sus partes vergonzosas. Un alma, además, en diálogo consigo misma - “diálogo interior” - a partir del cual surge, o no, el diálogo exterior, la comunicación con los otros, siempre como algo secundario. Ello explica el rechazo de nuestra autora del solipsismo cartesiano-kantiano de un yo racional absolutamente cierto de su poder cognitivo autónomo y, por lo tanto, absolutamente seguro de su moralidad. El resultado final de la dialéctica filosófica interior/exterior es, para Victoria Camps, un sujeto moral semiautónomo o relativamente autónomo, lo cual no quiere decir que ese yo sea absolutamente heterónomo, sino sólo relativamente. Debidas ambas relatividades a la a la inevitable presencia lingüística del otro.
Frente a las viejas aspiraciones a la absolutez de la certeza y la validez universal de los juicios morales - el “sueño de la razón” -, que considera obsoletas, reivindica la contingencia del discurso ético y sus diversos y complejos significados, en el sentido sugerido por la narratividad que reconstruye Macintyre, entre poética e histórica, y la incertidumbre de las microteorías y las fragmentaciones discursivas que asocia al pragmatismo. Así se mantiene fiel a sus inicios en La imaginación ética, donde asigna a la tarea moral y ética “un carácter, por encima de todo, trágico”.
Lo cual no es óbice para proseguir la conversación. El lenguaje, materializado en el diálogo, no refleja el mundo, sino que lo trasciende y eso hace sostenible la ilusión de poder cambiarlo.
Comentarios
Publicar un comentario