3 de marzo: María Zambrano (Pablo Vera Vega)




María Zambrano (1904-1991)


Pablo Vera Vega*



María Zambrano llegó a mí a gritos. Lo recuerdo: era ya noche cerrada, el frío del invierno y el vino caliente preludiaban la navidad de 2015. Por pura devoción a la palabra, desfilan las lecturas de Unamuno, las sentencias de Ortega, los aforismos y el ingenio escatológico de Juan de Mairena. De pronto, cae un libro en mis manos. Lo abro y, penetrando en los misterios del azar, leo en voz alta: “no se encuentra el hombre entero en la filosofía; no se encuentra la totalidad de lo humano en la poesía”. En semejante compañía, me parecería hoy imposible que no hubiese hecho acto de presencia María Zambrano. Eran las primeras palabras de Filosofía y Poesía (1939). 

Su decir me golpeó. Vino a mí con la impertinencia que caracteriza a los grandes descubrimientos. ¿Fue acaso su inoportuna audiencia el preludio de aquel contradictorio “de repente” que ya Platón insinúo en su Carta VII? No era el momento ni tampoco el lugar, pero poco importó: llenó la estancia de terrible introspección pero, aún así, la gravedad de lo ocurrido no indujo el silencio, sino que incentivó el siempre cordial disenso. Las palabras de María Zambrano verbalizaban un problema cuya resolución, desde siempre, había determinado yo como imperiosa. La infinita concreción de la palabra poética opuesta a la verdad única y unitaria del pensar filosofante generaba y sigue generando actualmente la imagen de una dolorosa escisión en el espíritu humano: allá, la poesía; aquí, la filosofía. Pero, ¿en qué lado queda la razón?

María Zambrano respondió en Filosofía y Poesía a esa pregunta: la razón occidental y contemporánea ha desterrado a la poesía. Para la Razón o la razón es antipoética o no es razón. La genealogía de ese destierro vertebra, justamente, el argumento de la obra. El pensar filosófico, obedeciendo el “dictum” platónico, ordena que la poesía sea expulsada. Esta únicamente será tolerada si se mantiene marginada. Sólo si el delirio de la razón queda confinado, sólo si la poesía es indigencia, podrá ser una propuesta. La razón discursiva, más que acto heroico, es el resultado de la traición del pensamiento, que retrocede ante la maravilla que originariamente se le presentó. Lo que había en el mundo, en su plena y gloriosa heterogeneidad, tuvo que ser despreciado en favor de la suposición de homogeneidad. Sólo de esta manera la razón pudo enseñorearse del mundo.

El misterio, lo ausente, quedó completamente de lado. Lo que debe ser pensado es lo que puede ser pensado. La imposibilidad de la razón deviene para el pensar occidental un mero divertimento, una irreal figuración: la razón debe ser omnipotente, si se le presenta algo que no puede manejar, este algo —que es precisamente el objeto de la poesía— debe ser aniquilado o, como mínimo, arrinconado de manera tal que no se presente frente al pensamiento. No obstante, ese destierro, claro está, no funciona: la intuición de un más allá de la razón, de un pensar original, persiste y, al persistir, se nos muestra como utopía creadora, como posibilidad aún no radicada pero esperanzadora.

El análisis de los elementos que en su ausencia fomentaban la presencia de la poesía en la existencia humana ocupó gran parte de la obra de Zambrano. Desde este punto podemos leer La Confesión: Género Literario y Método (1943), La agonía de Europa (1945), El hombre y lo divino (1955) y Claros del Bosque (1977), entre otros títulos.

En esta última obra, Claros del Bosque, Zambrano, filosofando casi más allá del límite, es decir, filosofando en la mística, nos descubre su célebre razón poética. Lo concreto que inspira la poesía, lo transparente del poetizar, ahora se convierte en claridad para la filosofía, esto es, en método. La separación que se había caracterizado en Filosofía y Poesía es ahora motivo de unión: la promesa en que concluía aquella obra, es en esta nueva obra propuesta y guía. Immanuel Kant propuso la razón pura, abstraída, a lo cual José Ortega y Gasset opuso la razón vital, razón ineludiblemente sumergida en su facticidad. Esta superación de la razón kantiana por la orteguiana es nuevamente superada por la razón zambraniana, que es razón poética, razón de lo ausente, razón de la vida íntima, razón del rumor del alma. La razón poética atiende al claro (al “lichtung” heideggeriano) y, situada la razón en ese claro, pretende pensar o hacer ver aquello que ella misma, la razón, por su constitución histórica no podía sino ignorar. Entonces, justo en el momento de visión del claro, en el momento del ejercicio de la razón poética, aparece la mística: lo que antes era habla, se convierte silencio. De lo visto en el claro, no podemos decir nada más aquí. Lo inefable se ve por fin claramente, por fin se comprende esa intimidad, pero esta comprensión puede implicar su ser delirante. La razón discursiva ha concluido. Es el tiempo de la razón poética. 


¡Ah!, por cierto… María Zambrano nació en Vélez-Málaga en 1904, en el seno de una familia pequeño burguesa muy vinculada a la educación: su madre, Araceli Alarcón, fue maestra y su padre, Blas Zambrano, maestro y catedrático de instituto. El altísimo nivel intelectual que casi por accidente rodeaba a María Zambrano resultó ser para ella una poderosísima influencia. Estudió el Bachillerato en el Instituto General y Técnico de Segovia (donde impartía docencia Mariano Quintanilla y donde Antonio Machado ganaría su cátedra de francés) y, tras mudarse a Madrid, se matriculó como alumna libre en los estudios de Filosofía de la Universidad Central. Asistió a las lecciones del ya mentado José Ortega y Gasset, a las de Xavier Zubiri y también a las de Manuel García Morente y allí llegó a ser profesora auxiliar de Metafísica. Participó activamente en la vida intelectual y política de la II República Española, lo cual, tras la victoria del General Franco, la obligó a emprender un larguísimo exilio en el que no llegó a fijar jamás su residencia: vivió en Morelia, en París, en Roma, en Ciudad de México, en La Habana, en Ginebra, etc. No volvió a pisar suelo español hasta el 1984 y, finalmente, murió en el año 1991. La matemática puede orientarnos aquí para repensar lo trágico: cuarenta y un años en España frente a cuarenta y cinco en el exilio.




* Pablo de Vera es alumno del máster interuniversitario en Investigación en Filosofía de la ULL.


Ilustración de Julio Picatoste Vázquez

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